Doble filo, mi historia
Han
pasado, diez años, desde que se dio el suceso que me llevó al fondo de un pozo
que nadie había utilizado, después del crimen. La casa cambió de dueños y
limpiando el pozo me han dado una nueva luz, una nueva familia. Estos diez años
me han servido para reflexionar y recordar todo lo sucedido. Al principio, me
sentía culpable, pero este encierro, esta fosa oscura y tenebrosa me ha hecho tomar
conciencia que yo solo fui utilizado para el beneficio de ambos amos. Estoy
fuera, dispuesto a contar la verdadera historia. Algunos me juzgarán otros me
compadecerán, pero debo sacar este tormento que me carcome las entrañas para
liberar mi alma y descansar en paz.
Recuerdo
cuando me llevó a su casa. Lo impacté con mi hoja de doble filo. Por un lado,
liza y filosa, por otro, una sierra que finaliza en un gancho como un
destapador de botellas. La cacha tenía gravado tú y yo en color dorado. En el
mango puedo guardar fósforos o artículos pequeños como aguja e hilo, además,
tengo una brújula que viene en la tapa. Mi apariencia era muy peligrosa y por
ello, no me dejaban mucho tiempo fuera de la cubierta. Sabía desde nuestro
primer encuentro para que me quería, para qué me necesitaba. Yo cumplía todos
los requisitos para su enfermizo deseo. El lugar para guardarme era bajo su almohada.
Él era muy explosivo y celoso, a veces me aterraba ver como la trataba. Ella,
muy sumisa y cobarde. La noche que ocurrió todo, no es invento mío, lo que les
voy a contar sucedió y aterró a todo un pueblo.
Escuché,
durante muchas noches, cómo la agredía, cuando él entraba a la casa
completamente perdido, dando patadas a todo lo que se encontraba y gritando
improperios que me hacían temblar de miedo. Como de costumbre, por las noches o
a deshoras de la madrugada traía impregnado el mismo olor nauseabundo que me
revolcaba por todo mi cuerpo las arcadas incontrolables por el asco. El aliento
le olía a mierda mezclada con alcohol, rata muerta y otros matices que soy
incapaz de señalar. Escuché, en varias ocasiones los aullidos de esta bestia
desenfrenada, que hacían eco, en plena montaña donde quedaba su casa, lejos de
vecinos que pudieran auxiliarla y defenderla de tal maltrato. Las paredes están
acostumbradas a escuchar los golpes de las palizas y las mismas frases que
hacían de oración todas las noches. — ¡Eres una perra, una puta, una zorra! Le
decía: Ella no le respondía, sabía que si le rezongaba le iba peor. Estaba
descontrolado. Se acostó en la cama y la llamó para que se echara a su lado. Oí
cuando ella le decía: —no quiero, por favor, hoy no! Fue cuando él me sacó de
debajo de la almohada y empezó a moverme de manera que yo chocara contra la
cubierta. Yo emitía un sonido que ella reconoció de inmediato, mis palabras sin
voz le suplicaban que accediera para que no fuera a sufrir más maltrato y que
pudiéramos dormir. No era la primera vez que la amenazaba y la obligaba a tener
perversas relaciones sexuales. Esta vez, ella sacó valor de no sé dónde y le
refunfuñó le dijo que ya no aguantaba más, que si la golpeaba llamaría la
policía. Estas palabras detonaron la furia de él, su mirada se volvió de fiera,
los ojos se inyectaron de sangre y se le hincharon los brazos. Vi
como él se levantó como un rayo, sin tener conciencia de que estaba
tambaleándose y con los zapatos puestos, que eran de un amarillo caterpilar y
una suela alta, le lanzó una patada con todas sus fuerzas, que la hizo quedar
acomodada en el suelo hecha un ovillo. La pierna le ardía, le quemaba como el
fuego. Luego, tomó impulso y se abalanzó sobre ella, se le sentó en el estómago
y le apretó el cuello hasta que ella perdió la conciencia.
A la
mañana siguiente, vi como ella observaba en el espejo del baño que tenía una
herida en el cuello como si le hubiera caído agua hirviendo, estaba abierta y
le supuraba una especie de sanguaza. Luego, recorrió los dedos por la pierna,
que seguí con mis ojos y vi cómo le había quedado marcada la suela talla
cuarenta y cuatro en todo el muslo. Ella se acercó al espejo y noté que no se
reconocía a sí misma, ya que, tenía el labio partido como un gajo de caimito y
muy hinchado, además, un ojo completamente cerrado y el pómulo reventado
haciendo eco de los golpes. Sus heridas me gritaban que la auxiliara. Divisé
que ella se sentía desilusionada y eso me generó una gran impotencia, cómo
poder ayudarla. Yo me sentía como un ser despreciable porque no la
podía proteger de ese animal que en cualquier momento se pasaría y terminaría
con su vida. Por lo contrario, yo significaba su mayor terror, era yo quien la
hacía sentir desprotegida y le embargaba un terror. Recuerdo como
él, me volvió a colocar bajo la almohada y me dejó guardado todo el día. Por la
noche, todo había vuelto a la calma. Él pedía perdón y ella se hacía de rogar.
Bajo la almohada podía escuchar todo lo que sucedía fuera del cuarto. Desde allí,
escuché las noticias, en un canal nacional, oí que una mujer llamada Lorena
Bobbitt, le había cortado el miembro a su esposo por celos y lo había arrojado
al basurero cercano de su vecindario, se le declaraba inocente, porque según
exponía el juez, lo hizo bajo la perturbación mental y llena de ira. Recuerdo
que esta noticia fue entre el veintiuno de enero de mil novecientos noventa y
cuatro, o bien, podría ser por esos días. Tal vez, considero, que esta noticia
fue el detonante que movió las entrañas y disparó la adrenalina, para que ella
reaccionara de cierta manera que no me creerían.
Me
encuentro completamente confundido, se supone que me crearon para ayudar a
sobrevivir a mi dueño. Soy un cuchillo de supervivencia, mi modelo fue
inspirado para ayudar a los pilotos, los cazadores, soldados y hoy, aquí bajo
la almohada me siento inútil porque no puedo ayudarla. Cómo ayudarla si desde
niña solo ha recibido maltrato hasta el punto de creer que es algo normal. Una
vez, la escuché mientras hablaba con una amiga, por supuesto a escondías de él,
y le contaba que cuando ella estaba en el kínder, su madre la mandó a comprar
el pan, pero cuando ella se enteró de la hora que era, se devolvió preocupada
porque no quería llegar tarde a clase y llegó sin el pan, entonces, su madre le
pegó con una faja que tenía la punta de metal y esta se metió en su pierna
hasta sacarle un tapón de carne. Escuché que así, sin ningún sentimiento, la
madre la envió al kínder y tuvo que apañárselas con la maestra para no
delatarla. Esa historia me conmovió mucho porque estamos hablando de una niña
de cinco años.
Hoy, él
amaneció de buenas, me ha sacado del cuarto y me ha puesto en la mesa del
comedor. Por fin estoy frente a frente con ella. Su mirada me transmite mucho
dolor, siento un desconsuelo al ver las heridas que le quedaron del anterior
encuentro. Sus ojos color avellana están inmersos en un pozo sin agua. Estamos
cara a cara, él me puso en dirección hacia ella, como una flecha apuntando a la
presa. Ella me observa con terror. Estoy contemplándola y tratando de escanear
su imagen. Es delgada, no es fea, pero muy desaliñada, parece que no se ha dado
un baño hace mucho tiempo. Recorro la vista por su cuerpo y de repente me
detengo en sus manos. Esta imagen me poner en alerta. Veo que las muñecas están
cubiertas por un vendaje. Las vendas se ven sucias, como manchadas con sangre
seca. Ella las acaricia. Se ve apenada y el rostro se le enrojece. Parece que
está pensando o planeando algo. Él la observa mientras come como cerdo, aspira
la sopa y mastica con la boca abierta, hace más ruidos que el ganado rumiando.
En la televisión están pasando por sétima vez la película de Rambo, dicho sea
de paso de ahí salió mi nombre, soy el puñal de Rambo. Se pone los zapatos y me
toma en sus manos, creo que ese día me llevó a la cantina, no estoy muy seguro,
pero algunos días me llevaba para presumirme entre todos los clientes de “La
puerta del sol”. Aquí era donde se emborrachaba hasta caer en estado de
inconciencia. Cuando algún vecino se apiadaba de él, lo llevaba hasta su casa,
si no topaba con suerte, quedaba desparramado sobre la acera.
La
noche que él no llegaba a su casa, ella la pasaba peor, porque vivían alejados
del pueblo entre una montaña. Los sonidos de los coyotes, de las lechuzas y
cualquier otro animal nocturno la exaltaban y la hacían aterrarse de miedo,
hasta el punto que no podía ir sola al baño y se hacía en una alfombra que está
a los pies de la cama. Yo creía que ella se asustaba cuando él llegaba
borracho, pero al encontrarse sola, en ese lugar tan vulnerable, la ponía a
morir. Fueron muchas las noches que escuchaba su respiración alterada y al
punto de un colapso. Me gustaría decir que para mí era más alentador que él no
llegara a casa, pero ella no lo creía así. La última noche que
compartí con ella, me tuvo entre sus manitas, que eran muy tiernas, blancas transparentosas,
se le veían las venas de color azul, muy suaves y débiles. Sentí cómo fue
sacándome del cobertor con mucho cuidado, las manos le temblaban y recuerdo que
el cuerpo también. Todo concordó con la repetición de la noticia, que, por
cierto, se había hecho muy famosa, de la mujer que le había cortado el pene a
su esposo y que lo había arrojado en el vecindario. Observé que a ella los ojos
se le habían llenado de luz, esa luz incandescente, no me lo van a creer, pero
toda ella brillaba, el cabello, la piel, los dientes, parecía un espectro. El
semblante le dio un giro, yo no la reconocía, por fin, vi la imagen de una
mujer decidida, con determinación, muy segura de sí misma, creo que le pude
insuflar todo mi valor, mi coraje y poder. La escuché decir: —Dios no puede
permitir que yo muera en manos de un cobarde. Y luego me guardó bajo su
almohada.
La
noche que pone fin a esta historia, él llegó muy tomado. Olía a mujer de
cantina, a un almizcle de sudor mezclado con alcohol y orina que me golpeó las
narices. Traía estampados los besos de una noche loca con pintura de labios por
todas las partes del cuerpo. Los arañazos estaban aún frescos y resumían una
historia de juerga. Eso no era ningún
motivo de celos para ella, prefería que desahogara sus instintos sexuales
depravados, en brazos de otra y que a ella la dejara en paz. Cayó sobre la cama
como un saco de papas, traía la bragueta abierta, se había mojado la jareta con
orines y otras sustancias viscosas. Expelía un olor nauseabundo, como siempre.
Vi cómo a ella se le vino una arcada, pero no puedo afirmar que fuera por el
olor, al que estaba acostumbrada, sino, por la urdimbre de sentimientos que estaban
pasando por su mente. Yo intuía qué era lo que iba a suceder y esperaba que
ella no se echara hacia atrás. Entonces, cuando comprobó que él estaba
completamente dormido, indiscutiblemente, incapaz de atacarla, me sacó de
debajo de su almohada, me miró con admiración, pude ver cómo sus ojos brillaban
y destilaban rayitos de luz cegadora, no eran los de siempre, apagados,
marchitos, como yo los encontré el primer día que la conocí, juro que el color
había cambiado por completo, se había quitado el vendaje de las muñecas, expuso
sus heridas ante mí, pude ver aquel mapa cartográfico tatuado en sus muñecas, cuanto
daño se hacía, cuanto dolor expresado en esas heridas, cuantas historias y sufrimiento.
Observé, cómo contemplaba cada una de las cicatrices y las nuevas heridas, no
dejaban de cantar victoria, eran muchas, de todos los tamaños y colores, muy
recurrentes. Quedé impactado, ahora era yo, un cuchillo de Rambo, el que se
sentía impotente ante tal escena y supe desde ese momento que solo la muerte,
me haría borrar esta imagen de mi mente. Fue en ese momento, en el que me
distraje, viendo sus heridas, que ella me tomó por el puño con sus dos manos y
me hundía y me sacaba, me hundía y me sacaba, conté veinticuatro veces, dentro
del cuerpo de él. No supe nada más hasta que un día recuperé el conocimiento y
me encontré en una especie de pozo. Hoy se cumplen diez años del crimen y aún
me están buscando, o, al menos eso creo.
La serrucha
Mapa
de sentimientos
Por el
atlas del cuerpo se esconden retazos de memorias de muchas vidas. Hacia el este
se encuentran los volcanes que han hecho erupción y las explosiones de semen que
se unen al torrente que fluye por las vertientes oceánicas emergen en vida
hacia el sur. Cuatro vidas, cuatro lagunas volcánicas que germinan en el centro
de la tierra. Una de ellas se ha secado fruto del odio y la envidia de
terceros. Las montañas alimentan con sus hilos de agua igual que la leche.
Néctar de vida, fuente de espíritu, alimento del alma. Los movimientos
telúricos mueven las tres lagunas y salpican de rocío a la seca, a la muerta. Cada
año en ella florecen lirios blancos, angelicales, puros, nuevos que purgan el
aire y dan consuelo a las vertientes que irrigan sangre al corazón.
Todo
el mapa geográfico: norte, sur, este y oeste, además de los mares se inundan de
tristeza, tristeza negra convertida en dolor, tristeza oscura llena de rencor,
de traición que ciega la tierra y no cesa de llorar por tanta dejación.
El viaje
El paseo se arruinó por completo. Nada de lo que ella había planeado resultó. Los celos, caprichos, ofensas y los improperios iban y venían. Decidieron regresar a su casa. El aguacero los topó en Jacó. No tuvieron tiempo para ponerse sus capas. Los goterones se tornaron en agujas que traspasaban la piel y herían el alma. El ambiente se volvió gris y tormentoso, los relámpagos se apagaban en las montañas. La tarde se convirtió en su cómplice. Él se detuvo en el Palenque de San Mateo. De la moto bajaron dos despojos de seres humanos destilando dolor, enojo y frustración. Se fueron a un rincón y observaron la cabeza de agua que descendía del puente. El agua violenta y chocolatosa perdía su cauce. Los troncos y árboles se mecían al ritmo de la corriente. Un perro de agua se aferró a una piedra y pudo guarecerse en la orilla del peñón. Ella observaba y quería gritarle todo lo que se relamía entre los dientes. Tomó fuerzas y se lo disparó sin anestesia. — ¿Por qué te casaste conmigo? ¿por qué me odias tanto?, por favor te lo imploro, contéstame, decía entre sollozos ahogados. ¿En qué he fallado? ¿Tienes otra mujer en tu vida, por ella es que me haces tanto daño? Respóndeme, cobarde, tengo varios años tratando de dar con una explicación y aun no la encuentro, las lágrimas se confundían con las gotas que caían de su hermoso pelo. Él inclinó la cabeza hasta observar sus zapatos, se mordió los nudillos de los dedos, luego chocaba con violencia las palmas de sus manos en son de inconformidad. El río sonaba más violento, ensordecedor, el agua estaba alcanzando el plantel del parqueo. La lluvia no cesaba y él se iba transformando en un ser despreciable con aquellos ojos rojos endiablados. Solo abrió la boca para decirle lo de siempre: todas las mujeres son iguales, todas son unas zorras, unas putas, que buscan placer con cualquier hombre, pero luego titubeó y decidió gritar una verdad embarazosa, —sí, me casé con usted solo por venganza. Se levantó después de dar la estocada final y le ordenó que se montara en la moto para seguir el camino hasta su casa.
El escritorio
Desde el tercer escalón de las gradas que conducen hacia el zaguán, te logro ver, a ti, sentado al escritorio del cual nunca te despegas, ensimismado, absorto, escribiendo a mano, desde aquí logro observar que te faltan algunas falanges y del dedo meñique no queda casi nada. Esto no es ningún obstáculo para que puedas hacer los mejores grafos, esos que llevo toda mi vida intentando imitar y a pesar de que tengo mis dedos completos no lo logro, sin embargo, tú mi ídolo, mi modelo de hombre perfecto, mi cómplice, tienes los grafemas más poéticos que jamás haya conocido. Desde esta distancia me llega el aroma de tu perfume, lo reconozco, tu colonia se llama Acero y mezclado con tu sudor limpio se hace más fuerte. Este olor que me ha quedado grabado en mis sentidos y que solo el fuego podría eliminarlas o el descanso eterno.
Tienes
puesta tu camiseta de tirantes, la de punto, la que la abuela lavaba con mucho
tesón, la ponía al sol embarrada de jabón azul y luego la hervía para que no se
fuera a poner amarilla, de esa forma el color blanco níveo hacía llamar la
atención donde quiera que fueras. Desde aquí se te resalta la cadena de oro con
su dije de trébol de tres hojas y en el centro un rubí rojo encendido. Hoy me
pregunto por qué el trébol era de tres hojas y no de cuatro, se supone que los
de cuatro hojas dan suerte, en fin, eras de esos hombres que rompían todas las
reglas.
La
oficina estaba pintada con ese color que yo no soporto, verde agua, tenía una
ventana que daba al patio trasero y las ramas del árbol de aguacate rasgaban
las persianas cuando se colaban por las celosías. En la pared había un título
que rezaba ser de una universidad de Estados Unidos y se le otorgaba a Carlos
Fernando Serrano Alpízar un técnico en tele comunicaciones. Hasta ese momento
no entendía cómo mi abuelito pudo obtener este título, ahora ya mayor me doy
cuenta que estudió a distancia en una de las mejores universidades. Además del
título se destaca el escritorio que le da un carácter a la oficina de respeto.
Desde mi asiento lo veo imponente, con aquel aroma a cedro, que hasta la fecha
no lo ha perdido, con los portapapeles llenos de hojas de carta, tinteros de
colores, plumas diversas y libros de actas. Todo decía Club de Leones, como la
plaquita que mi abuelo se prendía cuando se vestía con las galas para cada
ceremonia. En la gaveta que tenía en el medio, mi abuelo guardaba muchos
secretos. Dios nos guarde de alguno que la abra porque nos llueve a palos.
Cuando mi abuelito murió fui hasta el escritorio, lo acaricie y me aferré a él
con mis manos de quinceañera, lo abrace hasta quedarme dormida, cuando llegaron
por mí, me encontraron con la gaveta abierta y un libro entre mis manos que se
titulaba El árbol de la vida. Ese día observé por primera vez ese árbol y todo
lo que conlleva. Pedí a gritos estrangulantes que me dejaran conservar el
escritorio y todos los portafolios donde mi amado abuelo escribía cualquier
cantidad de temas con sus grafías poéticas.
Chepita
La Serrucha
A Josefa Serrano
El olor a salitre se colaba por las
rendijas. La casa era un cuartito con un espacio pequeño para la cocina. Toda
ella fabricada con pedazos de madera recogida de la playa.
Los sollozos de Chepita se
confundían con el sonido del mar. Las olas embravecidas azotaban la orilla y
reventaban en el patio de la casa. Otro día y una nueva paliza. Él la tenía
asida del moño y le halaba con dureza mientras le doblaba la cabeza con
movimientos bruscos y circulares, entre dientes le decía: —cuidadito con hacer algo torcido porque te mato—.
Nunca le dio un motivo, pero a él no le importó.
La dejaba encerrada con cadenas en
la puerta y un candado. La única ventana estaba clavada por fuera. El cuartucho
solo tenía una puerta y una ventana. Barría todo el rededor de la casita por
fuera para que no quedara huellas y así cerciorarse de que nadie la visitara en
su ausencia.
Me encontré con Chepita cuando ella
tenía 65 años. Mujer de palabras muy sabias. Cocinaba y lavaba la ropa con el
pie derecho apoyado sobre el izquierdo, así no se lastimaba.
Se entretenía escuchando radionovelas,
ese día transmitían “La isla de los hombres solos”. Los vecinos de la playa
encontraron un cuerpo picoteado por los pájaros y algún animal marino. Era un
presidiario que se había escapado de la isla de San Lucas.
Chepita lio un cigarrillo, que luego
por costumbre, se lo pegó en el labio inferior y se dio a la tarea de zurcir una
blusa. Tenía la costumbre de hacer su propia ropa y la cosía con solo aguja e
hilo.
Se me ocurrió preguntarle: Chepita, —¿por
qué usted no se volvió a casar o tener un compañero, después de quedar viuda? —
Chepa paró su labor de costura y mirando
enajenada hacia el suelo, muy consternada y pronunciando bisbiseos, me
respondió: —porque solo tenemos una vida y si tuve la oportunidad de
recuperarla, ¡juré, no volver a tirar las perlas a los cerdos! —
Luego le señalé la pierna derecha y
le pregunté: — ¡Miraaá!, Chepita, ¿desde
cuándo tiene usted esa úlcera?
Ella, examinando la pierna y acariciándola
me respondió: —pues, vieras que esta
llaga me ha acompañado desde el día que enterré a aquel hombre. ese jueves, por
la noche, me dio un sarpullido y después se me hizo como una espinilla, que se
explotó y quedó un hueco. Con el correr del tiempo se fue haciendo más grande y
más grande y cada día lloraba y lloraba mientras se comía la piel y cogía este
color caimito hasta devorarse todo el ratón.
Chepa me siguió contando, como ida,
que el día que llegó la policía a notificar que su esposo cayó muerto en el
trabajo, sintió un torbellino que salía desde el útero y fue subiendo hasta las
entrañas y se quedó atorado en la garganta, entonces, ella, elevó los brazos al
cielo en señal de reconocimiento y parsimoniosamente las palabras que salían
atropelladas expresaban: — ¡Gracias…!, ¡Dios!, ¡Gracias…!, ¡Gracias…!
La Serrucha
Mi nombre es Sony, bueno, ese es mi apodo comercial. Nací el
diecisiete de agosto de mil novecientos sesenta. Me tocó nacer en la clínica de
San Rafael del barrio del Carmen en Puntarenas. Soy la hermana mayor, entre
cinco mujeres más. La historia de mi vida inicia cuando yo tenía doce años. Tal
vez, hay lectores que no me creerían lo que les voy a contar, pero, a pesar de
ser tan duro y doloroso, les juro que es real. Todo inició cuando mi madre me
llevó al negocio que ella tenía. Esto es alrededor de los años 70, para ser más
precisos, el 28 de julio de 1971. Vivíamos en Puntarenas, lugar de arena, mar y
sol, hasta ese entonces, fue mi paraíso. Mamá me tomó de la mano y me dijo
—Sonya, es hora de que colabores y me ayudes en mi trabajo. Yo no sabía a qué
se refería, pero le dije que me encantaría. Ese día, lo recuerdo como si fuera
ayer, cuando íbamos de camino, la gente del Cocal de Puntarenas estaba muy
alarmada, porque habían encontrado un hombre ahogado. Recuerdo que fuimos a ver
y me encontré con un cuerpo muy negro y picado por los animales marinos y aves
de rapiña. Los comentarios eran que se había escapado de la cárcel que se
encontraba en la isla de San Lucas. Esta cárcel fue un infierno para todos los
convictos de Costa Rica. La cárcel se ubicaba a escasos ocho kilómetros de la
provincia de Puntarenas. Estamos hablando de una isla rodeada por corrientes
muy peligrosas y que además cumplía ciertas características que compartía con
la isla del Diablo, que también era el sitio predilecto para construir una
cárcel.
Los porteños estaban muy
asustados porque decían que había dos presos más, que estos, sí lograron salir
con vida. Ese hecho tan lamentable me salvó, por ese día, de los propósitos
oscuros que tenía planeados mi madre para mi destino.
El día de mi perdición, inició a las nueve de la noche. Mi madre
me dijo que me bañara y me dio una ropa muy extraña. Yo no sabía cómo se
utilizaba, ella, le indicó a otra de sus trabajadoras que me ayudara. Luego
pintaron mis labios de color carmín, hasta ese momento, no sabía que ese color
tan rojo, se llamara así. Luego me llevaron a un segundo piso y me encerraron
en un cuarto oscuro, pero se detectaban unos destellos de unas luces de color
rojo. No quiero jugar de valiente, pero hasta ese momento, no tenía miedo, pues
yo confiaba en mi madre. El terror que experimenté ese día, rompió todos los
miedos conocidos a esta edad. Entró al cuarto un hombre muy gordo, alto y
peludo. Yo vi una especie de oso, como el de las fábulas que me encantaba, pero
aquí no me agradaba tanto. Empecé a gritar y a llamar a mi madre, pero no
recibí ninguna respuesta. Este hombre, que olía asqueroso, les juro que ese
olor nunca lo he podido olvidar, me ha quedado grabado en la memoria, era una especie
de mezcla entre sudor con alcohol, aliento putrefacto y otros que después fui
reconociendo entre mis clientes. El horror, el terror me acarició el cuerpo y
empecé a temblar. El nauseabundo hombre hacía unos chasquidos con la lengua que
me provocaban vómitos. Me decía entre
susurros, —tranquila, vamos a disfrutar los dos. Si no te resistes te va mejor,
de lo contrario tendré que golpearte. Me jaló de la mano y me atrajo hacia él. Las
lágrimas salían solas, los gritos cada vez eran más silenciosos, los sollozos
me cortaban la respiración, solo recuerdo que un ardor entre las piernas me
despertó y me encontré con mi ropa rasgada, con el labio partido y un ojo completamente
cerrado. Una de las ayudantes de mi madre vino a auxiliarme y me llevó a otro
cuarto para curarme. La Paloma, como la llamaban, entre siseos me decía que la
próxima vez sería menos doloroso. Uno de sus consejos, que, hasta el día de hoy,
no he dejado de aplicar es —Sony, nunca beses a un cliente en los labios. Yo le
pregunté por qué y ella dijo —esa es la perdición de las putas. ¡Putas!, ¡putas!,
¡putas! eso era una mala palabra, yo lo había aprendido en la escuela.
Fueron muchos los años en este oficio. Algunas quejas de los
clientes eran que sus esposas no sabían satisfacerlos o que eran unas
santurronas, entre otros que ya he olvidado. Así se fue pasando mi vida entre insultos,
caricias que mi piel repele, regalitos, golpes con mucha frecuencia, mordiscos
y otro tipo de agresiones que, por el momento, no me atrevo a revelar. Salía de
un cuarto y caía en otro. Mi madre decía que el negocio estaba saliendo a
flote, que el gusto y deseo de algunos clientes, por las niñas, era una minita
de oro y fue así como fueron llegando más chiquillas lloronas que había que
entrenar para que los clientes no se enfadaran.
Se trabajaba por las
noches y debíamos dormir por el día, sin embargo, por las tardes visitaba a una
amiga que vivía en la playa y le contaba las historias que me sucedían, por la
noche, con los clientes. Esa visita a doña Chepita, me llenaba de valor para
seguir cumpliendo los deseos de mi madre. Recuerdo que en la época de mil
novecientos setenta y uno, aprendí a tomarle el gusto a las radionovelas. Con
Chepita escuchaba la novela “La isla de los hombres solos” del escritor José
León Sánchez Alvarado, quien se hizo famoso, porque escribió la novela estando
preso en la cárcel de San Lucas, por haber cometido un acto sacrílego, que fue
el de robarse la Virgen de los Ángeles conocida como La Negrita. Este crimen le
adjudicó, a José León, el apodo de “El Monstruo de la Basílica”.
Mi mayor deseo, querido lector, es contarte que yo encontré el
verdadero amor durante estas visitas a la playa. Él se llamaba Antonio Obando
Chan, tenía quince años y estudiaba en el Liceo Martí. Viví con él los mejores
momentos de mi vida, pero como todo lo que me ha sucedido, hasta mis sesenta y
tantos años, este amor se cubrió por una tragedia. Mi novio viajaba en el bus
se precipitó en las aguas del estero, aproximadamente dos kilómetros hacia el
oeste del cementerio de Chacarita. Este accidente se considera el más trágico
que ha vivido este país, en los periódicos se le conoce como el accidente de La
Angostura. Me contaron que Antonio salió con vida y al ver que otros no salían,
él trató de rescatar a unos niños y por último quedó atrapado y se ahogó. Ese
día me di cuenta que había quedado embarazada de mi hija mayor.
Después de luchar y conservar a mi niña, tuve tres hijos más y
mi vida se dividió en dos destinos. Por las mañanas, era la ejemplar ama de
casa y por las noches, simplemente Sonny, la famosa Sonny que frecuentaban
muchos clientes, entre ellos, vecinos y conocidos del colegio de mis hijos.
Fueron muchos los tormentos, humillaciones, vejaciones, ofensas y desprecios
los que me dieron fortaleza y determinación para cortar la cadena de
prostitución que arrastraba mi familia, por mis hijas he luchado hasta el
cansancio, para que ellas no cayeran en las garras del oficio más antiguo de la
tierra. Hoy cumplo sesenta y dos años y me encuentro rodeada por mis nietos.
Valió la pena conocer un pedacito del infierno.
Malas decisiones
La Serrucha
Estabas, sentada frente al
computador, buscando una dirección idónea para tu plan. La clínica clandestina,
tenía que estar en un lugar poco transitado y lejos de la ciudad donde vives.
Todo tiene que ser muy discreto, no puede quedar huella ni rastro de lo que
estás por hacer. La decisión la tomaste hace cinco días, no hay tiempo que
perder, de lo contrario. todo empeorará y te descubrirán. -De hoy no puedo
pasar, te repetías entre palabras cortadas y llenas de desilusión. ¿Te
avergonzaba?, sí, pero era más fuerte el dolor que provocaba defraudar a tus
padres.
Esperaste que todos se
durmieran. Cuando viste que la última habitación quedó en tinieblas, tomaste el
tiempo y quince minutos después saliste de tu cuarto. Los truenos y relámpagos te
recibieron en la puerta y te persiguieron por todo el camino. La noche estaba
muy oscura y te pronosticó un desenlace irremediable. El temblor de tus piernas
te impedía avanzar. El cuerpo te temblaba sin mayor consideración. ¿Estuviste
nerviosa en otro tiempo?, sí, pero nunca igual a esta emoción, creíste que
desfallecerías en el intento. Fueron muchas las noches, que sacrificaste el sueño,
para planear este momento, todo iba a salir bien, no tenías ni un cómplice, lo ideaste
sola y sin involucrar a nadie, ni siguiera a Mary, tu mejor amiga.
Él, él menos que nadie debía
enterarse. Te dejaste hechizar por sus besos y sus labiosas palabras. Caíste en
la tentación, olvidándote de todos los consejos y las clases de catecismo. Él,
él no es de compromisos, te lo advirtió, pero bajo el letargo del amor no se
piensa en eso, solo importa vivir el encuentro con un hombre mayor, el mañana,
el mañana podía no llegar. Él, él es otra historia, él es tu pasado, él es un
capítulo cerrado. Él, él no es ya parte de tu vida.
Caminaste de prisa, no
conseguías tranquilizarte, estabas aterrada, te castañeaban los dientes, el
estómago parecía tener vida propia, daba saltos sin control. Cuando entraste al
barrio, que ubicaste por el GPS, el olor a formalina y alcohol te recibieron. Un
tufillo a herrumbre mezclado con suciedad te sacó una arcada. Recuerdas que
parecía una madriguera muy oscura, todo era tenebroso, muy precario, no se
parecía en nada a una clínica. Estabas a la expectativa de que nadie te
reconociera, te preocupaba más que le contaran lo que ibas a hacer a tus padres
que tu propia existencia. Entre sombras, lamentos y llantos encontraste a otras
mujeres en la misma situación. Era más barato que en otros sitios, pero te
aseguraron la mayor discreción. Entregaste la suma acordada. Era menos de lo
que tus padres te daban para el colegio. Menos de una mesada. El dinero no es
el problema, sino el miedo que sentías por provocar el deshonor y la vergüenza
a tus padres.
Te pidieron que te quitaras
la ropa y luego introdujeron un trapo sucio en tu boca. Examinaron tu zona del
útero y cuando te invistieron, con una especie de bolillo, como con el que se
toca el tambor, gritaste de dolor y perdiste el conocimiento. El ardor en la
cara te despertó y alguien te dijo “levántate, no quiero problemas”.
Bruscamente te ayudó a incorporarte y el dolor de las entrañas te sacó un lamento.
No podías caminar. La mujer te regañaba y te decía que te fueras lejos de ahí o
enviaría a sus hombres para matarte.
Saliste muy adolorida,
caminado poquito a poco sosteniéndote el vientre, notaste que un chorrito de
sangre acariciaba tus piernas. Ahora si estabas en verdaderos problemas. El
dolor se tornó desgarrador y te sentaste a esperar que pasara. La debilidad te
causó sueño y te entregaste entre fiebres y tormentos al descanso. El olor a
sangre acarició las fosas nasales de las ratas y te cayeron como un aguacero
cerrado. No tuviste oportunidad de defenderte.
Entre gritos locos de
desesperación, entre agónicos gemidos, entre dolores y ardores expresabas que
te las quitaran, pero no había ninguna persona que escuchara tu auxilio.
Creíste que lo que te pasaba era un castigo por lo malo y vergonzoso que habías
hecho. Pensaste que lo tenías bien merecido por no cumplir con el mandamiento
“No matarás”
Desvariabas recordando los
capítulos de la última obra leída, sí, creías que habías llegado al Purgatorio,
o Infierno de Dante Alighieri. Los deseos de tus padres, de verte
vestida de blanco en el altar, se iban escurriendo, como el torrente de sangre
que corría por tus piernas y al igual de roídos, como tus pantalones y muslos,
así quedaron, los sueños de un matrimonio consagrado por la iglesia. Te fuiste
con la anestesia que produjo el amanecer y entre auroras de mañanas y soles de
vida se te apagó el alma.
La Serrucha
Manú contaba con ochenta y
nueve otoños, sin embargo, esto no era un motivo para dejar su producción
literaria. Era una gran escritora de historias románticas. Aferrada a la
máquina daba golpes sin cesar. Cada tecla, era música, que le alimentaba el
alma. Las letras salían y se convertían en palabras, luego en frases y de ahí
en párrafos que daban las mejores aventuras, tramas y acabados a sus historias.
Cada son era un compás y este resonaba en su corazón. ¡Picoteo!, picoteo!, ¡picoteo…!
Esta vez, la historia no era ficticia, esta vez, relataba una historia de ella
y de él. Los fantasmas se liberaban como saliendo de la caja de pandora. Su
habitación se tornó gris, helada, el frío era como de panteón. Todo era humo,
el ambiente pesado se llenó de ellos. Los
recuerdos afloraban y bailaban al ritmo del picoteo, ¡tlac!, ¡tlac!, ¡tlac! unos
extrañados, otros asustados y los demás juguetones. Era una fiesta, gritos, vítores,
reclamos, justificaciones… Sabía que debía iniciar con la historia de él, porque
él fue el principio y ella el fin.
Carlos Fernando Serrano Madrigal
era un hombre muy atractivo. En su trabajo como operador de máquinas del
Ferrocarril al Pacífico, perdió tres dedos de la mano derecha y dos de la
izquierda, producto de un cable de alta tención que se desprendió y los cercenó.
Todos en su tierra lo amaban porque era muy solidario, además, pertenecía al
Club de Leones y era ministro en la iglesia.
_ ¡hombre muy pícaro! _ decían las mujeres. Y no se equivocaron, tenía
gemelos con una de ellas fuera del matrimonio y uno que otro amor en cada lugar
que se descarrilara el tren. Por sus venas corría sangre gitana, su cabello era
negro como el betún, sus ojos azabaches destilaban furia. Era vigoroso y lleno
de vida. Con su esposa, Cristina, tuvo 13 hijos, muchos nietos y bisnietos.
Ningún hijo lo hizo sentirse orgulloso, todos tenían malas costumbres. Si eran
las mujeres, ellas se escapaban para verse con hombres cuando él no estaba. Si
eran los varones, ellos robaban en casas ajenas y dejaban muy mal parado al
ministro. Pasaron los años y una de sus hijas, Maritza, se embarazó de un privado
de libertad. Él decidió criar a la niña. Otra se casó, “bien casada”, como
decían en esa época y un mes después de la llegada de su primera nieta llegó la
segunda.
Las dos niñas crecieron e
iban juntas a la misma escuela. Solo una de ella se interesó en los secretos
más prohibidos que se encontraban en la biblioteca que tenía su abuelo. Con
forme Manú fue creciendo, la curiosidad cogía camino. Le intrigaba ver que su abuelo
ponía llave a la biblioteca. Esta tenía las puertas de vidrio y dejaba ver el
maravilloso mundo literario lleno de colores. Todos los días pedía a su abuelo
que le mostrara los libros. Él, pacientemente, sin dejar que Manú los tocara,
le mostraba el maravilloso universo. Los dibujos la tenían hechizada, las
letras góticas eran una maravilla, no sabía qué decían, pero estaba segura que
era algo grandioso. Cada vez que su abuelo le mostraba uno de sus ejemplares,
ella soñaba y tejía historias grandiosas.
Cierto día, su abuelo la
sorprendió, la sentó en la silla de la abuela y le postró un libro en sus regazos.
Los pies de Manú colgaban en el aire. ella tenía seis años, vestía un traje
amarillo con flores diminutas, medias de color blanco y sus zapatos embetunados
con gladiol. El corredor bolado de la abuela estaba lleno de begonias, sus plantas
preferidas. Las había de todos los colores y tamaños. Ese día de noviembre guardó
en su memoria el olor que expelen las flores y sobre todo el aroma del libro que
le golpeaba la nariz. En ese entonces, no distinguía los maravillosos olores
que emanaban los libros. Con el tiempo su memoria le fue indicando cada uno.
Olía a ramilletes de violetas, olía a madero de laurel, a pino, a ciprés. Su
abuela tenía la costumbre de guardar, en saquitos de manta, astillas y ramitos
de estos maderos. Esos olores la acompañaron por el resto de su vida. Aquella
imagen quedó guardada en su memoria como un grabado de Alberto Durero.
Su abuelo le fue enseñando
cada símbolo, cada letra, cada vocal, cada sonido. Lo que es un renglón, una
sangría, una mayúscula, un punto. Y luego solo escuchó hadas, querubines,
paisajes paradisiacos jamás vistos. Conoció de castillos, de princesas, de
dragones y monstruos, de príncipes azules…
De colores.
De sabores.
De olores.
De sensaciones.
De sonidos. Y empezó a
sentir sin ser tocada, a oír sin ser nombrada, a degustar los mejores manjares
jamás ingeridos. A oler lo irreconocible. Y a soñar, a volar, viajar, conocer,
investigar. Cantar, recitar los versos y declamar las historias.
De la biblioteca saltaban
los personajes: de Penélope aprendió la fidelidad. De Madame Bobary estudió que
no importaba la clase social, igual una mujer puede aburrirse y arrepentirse de
su matrimonio. Odiseo la premió con la astucia y aventuras muy emocionantes,
así como la perseverancia para retornar al hogar. Conocía el mar, pero con Moby
Dick descubrió los chacalotes de color blanco. La perseverancia de un viejo que
no pescaba nada. Escuchó de infiernos y purgatorio a través de un viaje con un tal
Virgilio. Adoró los dibujos de Gustave Doré. Descubrió diferentes tipos de manzanas
como las de frutos prohibidos y las envenenadas.
Estaba invadida de
personajes: Damocles, Drácula, Elizabeth Bennet, Fitzwilliam Darcy, Sherezade,
don Quijote, Quasimodo, Frankenstein. Eran historias de historias. Eran sueños
de sueños. Cada día leía y leía y leía hasta acabar con todos. Hizo una segunda
ronda, ya para ese entonces, contaba con quince primaveras. Fue en este tiempo
que conoció el dolor, sí, el verdadero dolor. Una llamada, a las tres de la
mañana, de un dos de febrero, entró como un rayo que la partió en dos: -abuelo ha muerto_ dijo una voz angustiada al
otro lado de la línea. Y todo era oscuridad. Y solo quedó el frío. Y en su
cuerpo se quedó a vivir la soledad.
El pecho le dolía, sentía un
vacío inmenso. No podía llorar, no pudo llorar. No recordaba cómo llorar. Todos
la observaban, pero ella miraba sin mirar. Estaba seca, vacía, él se llevó sus
lágrimas, sus sueños, su existencia. Sólo dejó un cascarón. Ese día durmió en
la cama del abuelo para sentirlo cerca. Nada, nada, nada… No sentía nada, no
podía creerlo. Fue entonces, cuando su abuela le entregó un envoltorio y le
dijo: _ tu abuelo pidió que conservaras esto_ _ ¿Qué es? _ dijo. La voz que salió la tomó por sorpresa, porque
no había emitido sonido alguno, desde la noticia fatídica. _ábrelo_ dijo la abuela.
Era una carta y algo que pesaba. Y se entregó a leer:
Amada Manú:
Con esta llave encontrarás un motivo para seguir
viviendo.
Ahí me encontrarás cada vez que quieras hablar conmigo,
también hallarás las respuestas a las preguntas que aún no existentes.
Te dejo mi mundo, mi vida, ahora son tuyos y son tu
responsabilidad.
Atentamente,
Tu incondicional.
Posdata: Perdón por no despedirme, pero la muerte tocó
a mi puerta sin avisar y solo me dio una tregua para escribirte esta nota.
Aferrada a la llave como a la vida misma, pasaron y
pasaron y pasaron los años. No conseguía llorar, ninguna historia era capaz de
trasgredir la soledad. El 02 de febrero de 2062 tuvo un sueño.
_ ¡Manú! _, _ ¡Manú! _, le
gritaban. Se giró y vio como todo cobraba color. Cerró los ojos y percibió el
olor a begonias, a maderos de Laurel, a ciprés y pino; a hojas de libros ajados.
Un olor muy especial le acarició la nariz, ella lo conocía, sí, el olor del
Acero, la loción que usaba su abuelo. Inhaló, inhaló… hasta que le dolían los pulmones y los llenó
hasta la saciedad. Se sintió mareada. Los gritos la sacaron de aquel confort.
Los pájaros trinaban afanados, las ramas de los frondosos árboles bailaban al
mismo ritmo. El aire fresco le acariciaba la tez y le mecía los cabellos. Era
una brisa embriagadora, le estimulaba los sentidos. El ruido que hacía el agua
sacaba notas desde el fondo y subían a trompicones por la cascada hasta
sentirlos en el corazón. Fue entonces, cuando lo vio, con su camiseta de
tirantes blanca, los pantalones de army color negro con los ruedos cosidos al
revés. Su corazón daba saltitos y quería salir corriendo. _ ¡abuelooooo!_ ¡abueeeelllooololo!
_ gritaba, pero la voz no le salía se quedaba en el pecho aleteando perdida. Un
árbol acostado servía de puente, entre él y ella. Sintió terror a la altura, su
abuelo le dijo que no temiera, que era seguro y él caminó hasta la mitad del tronco.
Ella fue cediendo y empezó a caminar muy
despacito hasta encontrarse con él. Se abrazaron fuertemente hasta quedar sin
aliento. Sintió sus fuertes brazos como cuando era niña, se sintió protegida y
la soledad salió de su cuerpo. La niña Manú de seis años, los observaba desde
lejos. Vio como los dos cuerpos se difuminaban y subían al cielo, lentamente,
convertidos en humo de colores.
Cuando despertó, por la
mañana, asida a la almohada, se dio cuenta que ésta estaba empapada por las lágrimas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario